Érase una vez un Abrazo huérfano que vagaba sin rumbo fijo por el mundo. Nadie lo veía, nadie se percataba nunca de su presencia, así que no crecía. Tanto se acurrucaba que parecía una pelusa de esas que se posan debajo de los sillones. Vivía con miedo a que lo pisaran o lo barrieran sin más.
Esta es su historia:
El abrazo una vez tuvo papás. Fue gestado cuando dos personas, ahora no importa quienes, se acercaron mucho la una a la otra y quisieron fundirse en una sola. Ocurrió durante una noche de finales de verano, en una playa, con mucha gente alrededor. Esa noche nacieron muchos más Abrazos, aún se recuerda con nostalgia.
Al principio el Abrazo era chiquitito, cálido, suave, recubierto por un fino pelillo blancuzco. Se fue a casa de la mano de sus padres y continuó creciendo, alimentándose de la energía que desprendían aquellas personas que lo crearon. Se hacía grande y fuerte, se convirtió en un Abrazo grandote, sus padres estaban muy orgullosos de él; lo exhibían allí donde iban, nunca salían sin él y cuando estaban en casa lo llenaban de mimos, y el Abrazo estaba muy contento y sonreía mucho.
Un día, el Abrazo notó que algo no iba bien. Se sentía cansado, apagado, tenía hambre y nadie le daba de comer; la energía de la que se alimentaba se estaba muriendo. Sus papás ya no lo querían ni se sentían orgullosos de él. Terminaron por olvidarlo.
El Abrazo se fue haciendo cada vez más pequeñito, la luz que antes parpadeaba en su interior empezó a agotarse, su pelo suave y blancuzco comenzó a teñirse de ceniza y su sonrisa se fue para nunca más volver.
Con las pocas fuerzas que le quedaban decidió volver a la playa donde nació, pero allí ya no había nadie. Era noviembre y la playa estaba desierta y fría como él; parece que a nadie le gusta la playa en invierno. Así que regresó con el rabo entre las patas a la que antes era su casa y se acurrucó debajo del sofá a la espera de que alguien lo barriera. Pasó el tiempo y el Abrazo seguía allí debajo, a punto de extinguirse, como una llamita de fuego azul que se resiste sin embargo a desaparecer.
Y un buen día llegaste tú, con tu sonrisa de medio lado y haciendo limpieza lo encontraste por casualidad, y te lo guardaste en un bolsillo del pantalón sin demasiado cuidado; y allí estuvo algún tiempo. Pobre Abrazo, entre el cubo de la ropa sucia y el tendedero, agarrado a tu pantalón de pana con las pocas energías que le quedaban, luchando por no irse por el desagüe.
Hace poco, sin embargo, recordaste que lo habías encontrado. Algo dio una vuelta en tu interior y te hizo buscarlo dentro del armario. Y allí estaba, más diminuto aún, pero todavía con su llamita parpadeando.
El Abrazo te miró con ojos suplicantes y tú lo agarraste con delicadeza, en tu cara una sonrisa de medio lado. Cabía de sobra en el hueco de tu mano, te lo acercaste a la boca y suavemente soplaste aire caliente porque el pobre estaba muerto de frío, y él se acurrucó tranquilo y se durmió, sabiéndose a salvo, de nuevo en tu bolsillo.
Entonces viniste a mi casa por casualidad, y como parte de un ritual social, bailamos, bebimos y nos reímos; tú con tu sonrisa de medio lado y el Abrazo bien guardado. Hasta que en un momento de la noche, cuando la gente comenzaba a marcharse, te acercaste despacito por mi espalda y suavemente posaste el Abrazo en mi.
Sentí cómo enseguida crecía, noté su calor, su tacto mullido y me quedé quieta deseando que no terminara jamás, mientras todo a mi alrededor se movía a gran velocidad.
Cuando noté que aflojabas los brazos grité en silencio que no me quería bajar, que quería permanecer en el Abrazo para siempre; pero era demasiado tarde, te marchabas por la puerta dejándome un Abrazo de regalo. Ahora vive en mi casa, se acurruca conmigo a dormir mientras vemos una peli y me acompaña todos los días al trabajo.
El Abrazo y yo estamos acostumbrados a esperar, no hay prisa, no importa cuánto tardes; sólo deseamos que regreses un día de estos, con tu sonrisa de medio lado para que no se nos apague la luz.
Y colorín colorado la Historia del Abrazo se ha acabado
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